Hay días cuando los atardeceres llegan antes de tiempo. Se instala una luz dudosa que no muestra ni oculta. Los objetos, entonces, son como nubes con formas caprichosas -caprichos siniestros hoy.
Atardecida, miro mi mano -garfio y súplica- y me queda en la boca el vacío de un pegoste de algodón de azúcar. El vaso de agua no llega y el atardecer se prolonga por horas y días, ajeno al ciclo solar.
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